Leticia se moría de risa cuando veía a su abuelo y sus gafas oscuras. Se puede decir que se desternillaba de risa. Nunca había visto una niña tan risueña. Era difícil sentirla protestar, llorar o quejarse. Sus ojos de un color negro azabache denotaban, además de tranquilidad, felicidad a raudales. Le sobraba y la contagiaba a todas las personas que la trataban. Sólo tenía cinco años de sueños infantiles.
Con su abuelo, su comportamiento era tranquilo. Se sentaba a horcajadas en sus rodillas huesudas, cara a cara, mirándole y observándole e intentando descubrir qué aspecto tenían sus ojos a la luz de la tarde.
-Esas gafas abuelo ¿para qué son?
-Me protegen del sol y de la tristeza.
-Entonces ¿nunca estás triste? ¿Ni cuando estás en el hospital con la abuela?
-¿Tú me has visto alguna vez llorar o enfadarme? -
Leticia jugaba con los botones de la camisa y se detuvo a pensar sin perder un ápice de interés. Él ya esperaba el siguiente interrogatorio.
- ¿Y dónde compraste estas gafas?
-En ningún sitio. Si las quieres te las tiene que regalar alguna persona que ya no las necesite.
-¿Me las regalarás tú cuando no las uses?
-¡Pues, claro! El día que tú me las pidas, "seguro" que ya no las necesitaré.
-Y ¿eso cuándo va a ser?-quiso saber.
-Depende exclusivamente de ti. Tú nunca estás triste, siempre ríes y te diviertes. No lloras y me haces ser feliz continuamente. En estos momentos no las necesitamos ni tú ni yo. Por eso ahora sólo me protegen del sol. -aclaró.
Se quitó las gafas y Leticia pudo ver unos ojos brillantes, enmarcados en gruesas arrugas que le hacían un guiño a sus preguntas.
Ya habían pasado cuatro meses desde que la abuela rompió la pierna y se cayó. La habían operado urgentemente y la recuperación había tenido altibajos. Las temporadas en el hospital no conseguían que su estado mejorara lo suficiente y se restableciera. El abuelo andaba ajetreado con las visitas. Dejaba a Leticia en el colegio por las mañanas y, sin demora, cogía el bus para quitar un poco de soledad a la abuela. Siempre llevaba sus gafas de sol y allí, en la habitación, trataba de infundirle esperanza y un poco de alegría. Le contaba las peripecias de Leticia, sus preguntas y sus ansias de saberlo todo. Regresaba después de dejar cientos de caricias y la felicidad en los ojos de la abuela.
Y así pasaba sus días: nieta, autobús, dolor-esperanza, despedida, gafas de sol, nieta y volver a empezar.
El desenlace tuvo lugar seis meses después. Leticia no entendìa nada. Le contaron que la abuela se había ido no sé dónde y que era mejor así porque lo estaba pasándo muy mal. Sin embargo los cambios que observó en el abuelo demostraban lo contrario.
Ahora iba su mamá a buscarla al colegio y, cuando llegaban a casa, siempre encontraba el abuelo sentado en el comedor con las gafas de sol puestas y, aunque en sus labios se notaba alegría , algo en su corazón la llenaba de tristeza y ...
Se abrazó a él con todas sus fuerzas y le susurró al oído
- Abuelo... -y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
- ¿Quieres las gafas de sol, verdad? -se adelantó. Se las quitó y se las colocó a su nieta.- Te las regalo. Yo ya no las necesitaré más.
-¿Ni para proteger tus ojos del sol?
El abuelo sonrió y Leticia pudo ver otra vez, a través de los oscuros cristales, recuerdos de felicidad en sus ojos.
Pues yo te he visto llevar gafas de Sol en días nublados; mi tía también lleva, pero ella a diferencia, sigue teniendo mala leche (cuando es necesario (es por si lo ve su hijo))
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