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Nací como un cuento. Crecí como un diario y pienso irme como una historia.

miércoles, 17 de agosto de 2011

MIGAS DE PAN


                 A las palomas que viven en el campo, fuera de las ciudades.
                Y a las personas que lo hacen posible

La habitación estaba en silencio. El sol del verano estaba a punto de ocultarse y por la ventana abierta empezaba a entrar un poco de aire fresco.  El doctor examinaba minuciosamente las pequeñas heridas que presentaba el muchacho en el dorso de los brazos y en parte de la cara. La mamá permanecía en segundo plano con los brazos medio cruzados y una mano apoyada en la cara. Tenía una expresión de preocupación y restos de lágrimas secas en sus ojos.
-¿Y dice que estas heridas aparecieron de repente? –preguntó el doctor sin dejar de mirar al chico.
-La mayor parte sí. Ayer cuando llegó se las noté en la cara. Hasta le reñí  y le pregunté cómo se las había hecho. Me respondió que eran migas de pan. –aclaró la madre.
-¿Migas de pan? –repitió el doctor girando la cabeza y clavando los ojos en la madre.
-Sí. Migas de pan. Y no me contó nada más. Recuerdo que hace unas semanas le noté alguna pequeña señal en los brazos, pero sólo un par de ellas. Yo pensé que eran debido a los juegos que hacen los chicos y no le di ninguna importancia.
El médico se retiró de la cama de Cleto y, mientras se deshacía de los guantes de latex, le indicaba a la madre las curas que debería hacerle hasta su nueva visita dos días después, el viernes.
-Debe de limpiarle las heridas con una solución de yodo y administrarle estas pastillas para controlar la infección. – explicaba y escribía sin dejar de hablar.
Después le entregó la receta a la madre. Cerró el maletín y se dirigió a la puerta mientras decía para sí mismo: “¡Migas de pan!”
La mamá se acercó a la cama. Cleto estaba con los ojos cerrados y parecía que dormía. Tenía el aspecto de un niño que hubiera padecido el sarampión o la viruela y le hubieran quedado marcas indelebles en la piel de brazos y cara. Le cogió una de las manos y se sentó en el borde de la cama.
-Mamá, quiero que me traigas más migas de pan. –le reclamó sin abrir los ojos –. Tengo que llevarlas siempre conmigo.
-Mañana te traeré un montón de migas de pan.  Ahora te limpiaré las heridas para que descanses.  –se acercó a la ventana y la cerró antes de salir a buscar los medicamentos.
El dia siguiente lo pasó totalmente callado en la cama, algunas de las heridas se le habían infectado. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no arrascarse y empeorar su aspecto. La mamá apenas lo había dejado sólo unos momentos en todo el día. El calor era cada vez mayor y Cleto no soportaba ni la sábana sobre su cuerpo.
-Deja la ventana abierta, mamá. Necesito aire fresco para poder dormir. –y después le reprochó-. No me has traído migas de pan.
Las últimas palabras de Cleto no las oyó la madre. Iba pensando en la visita del doctor del día siguiente.
A las nueve en punto el doctor llamaba a la puerta. La madre le abrió inmediatamente y lo acompañó hasta la planta superior donde se encontraba la habitación de Cleto. Todo estaba en calma. A través de la puerta un monótono run run parecía advertir de que no todo iba bien. Fue el doctor el primero en abrir y quedar paralizado ante la visión que se le presentaba ante sus ojos.
Cleto se encontraba tendido e inmóvil sobre la cama con los brazos medio en cruz, las manos extendidas y abiertas. Cientos de palomas se habían posado sobre él y lo picoteaban sin cesar. Su cara estaba totalmente desfigurada y encharcada de sangre. Los ojos apagados y vacíos se habían salido de sus cuencos dejando una mueca imposible de descifrar.
El grito de la madre fue tan desgarrador que las palomas, en una desbandada desorganizada, abandonaron a su benefactor con un ruido frenético de alas y se perdieron en las primeras horas de la mañana.
-Migas de pan, Doctor. –sollozó-.  ¡Me pidió migas de pan y me olvidé de traérselas!

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