Cuentan que una gota de agua quiso independizarse del torrente que el nevero alimentaba en la montaña y, aprovechando los obstáculos que la naturaleza interpone en el trayecto al riachuelo, saltó hacia los musgos cercanos alejándose de sus ruidosas hermanas transparentes. Sola, pero decidida, inició su andadura ladera abajo, alocada y sin aliento, convencida que su llegada al mar sólo sería una aventura.
De nada sirvieron los consejos de su madre, la corriente; de nada sirvió el calor del fuego que la acechaba, la tierra sedienta del camino, la distancia, la soledad, el riesgo, la incertidumbre. De nada sirvieron.
Qué importa. Sólo era una gota de agua que no quería formar parte de las cascadas de espuma ni descansar en los remansos de la llanura y que su ilusión era la libertad del cielo y ser mar antes que río.
Y se perdió, qué locura, en los vericuetos del camino. Y quedó atrapada en el suelo y, con la lluvia, cayó en el abismo de otro riachuelo de gotas como ella que buscaban un camino díscolo.
Y volvieron los recuerdos de las cascadas, y de las fuentes saltarinas, y de los remansos del río y de las olas y del mar. ¡El mar!
Y lo intentó de nuevo.
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