A las personas, antes amigas, y que ahora no son capaces de hablarse como personas.
Hace mucho tiempo el mar y la arena vivían amistosamente en una tierra sin compromisos, sin límites ni cortapisas. Más que vivir convivían como dos niños pequeños que juegan en una playa de cualquier mar sin nombre.,
Cuando el mar tenía frío tomaba baños de sol sobre un lecho de arena para entrar poco a poco en calor. Mientras, la arena le masajeaba lentamente todos sus intersticios y disminuía sus tensiones e inquietudes. Purificaba sus impurezas y le permitia recomponer la nitidez de sus aguas.
La arena se enjugaba todas las mañanas para desesperezarse. Aclaraba su corta melena dorada en las profundidades del mar y se dejaba acunar lentamente en sus brazos. Nada era tan placentero para las minúsculas partículas que dejarse arrastrar mar adentro para regresar a caballo de las olas mezcladas con un esponjoso baño de espuma.
Hablar de los desiertos era la peor historia del recuerdo para la arena. Sólo sentirlo le producía escalofríos del calor que le afluía a la cara y se preguntaba cómo sería el perder su posición privilegiada en las playas para poder embarcarse en las màs excitantes aventuras allende los mares. El desierto era el silencio, la falta de vida, la inmensidad de donde ya se había perdido la esperanza de regresar. Las pocas particulas arrastradas por corrientes de aire que, por casualidad, aterrizaban en el mar, contaban experiencias aterradoras que, para los habitantes de la playa, estaban fuera de la inteligencia del arenal.
Un día de invierno, un día de viento, esta situación idílica saltó por los aires. El mar se volvió loco, se embraveció y, sin previo aviso, arrojó tantas olas a las playas y con tanta fuerza que la arena desapareció en su totalidad. Una parte fue lanzada a los desiertos cercanos y otra parte fue sepultada en las profundidades del mar. Las pocas comunidades que pudieron refugiarse en las oquedades de las rocas, quedaron tan reducidas que apenas se atrevían a salir de sus escondites por miedo a una nueva embestida.
Todos los arenales costeros eran ahora rocas asperas y cortantes; pedregales que producían heridas profundas en las olas. Allí se rompían en sollozos y añoraban el remanso de las playas, donde jugaban a hundir la flota entre la arena y donde tomaban el sol en toboganes antes de regresar.
Y se declararon la guerra. Una guerra incruenta, larga y lenta donde los dos contendientes dudaban de su victoria final.
El mar, en sus ataques, arrastraba a sus prisioneros a las fosas marinas. La arena evaporaba el agua que caía en sus comunidades y la hacía prisionera del calor que almacenaba,
Despues de siglos luchando el cansancio hizo mella en los dos contendientes. Aparecieron más desiertos, dunas más grandes, mares más pequeños, ensenadas llenas de sal, charcos entres las rocas, gotas perdidas y huérfanas que poco a poco se convertían en vapor de la nada.
Las aguas de los océanos perdieron su transparencia y sobre la arena empezaban a ser patentes los efectos nocivos de la luz y el calor del sol.. Envejecían y su egoísmo los conducía a su propia destrucción.
El tiempo se llenó de reproches, insultos, estrategias y, por fin, de tregua.
El mar se retiró de las playas y permanecía al acecho. La arena se parapetó en fortines y, aliada con el cemento y la cal, intentó crear barreras infranqueables a las incursiones del mar.
Con el paso de los años se hicieron más vulnerables al desánimo y empezaron las concesiones. Las playas se fueron rellenando de los indultados prisioneros de las profundidades del mar y, de cuando en cuando, alguna ola perdida buscaba disimuladamente comprobar si, tomar el sol entre la arena, era uno de los placeres más relajantes y reconfortantes que habían sido relatados en la historia de los tiempos.
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