A las personas felices que quieren eternizarse
Érase una vez una chiquilla que vivía tan feliz en su mundo que quiso parar el tiempo y mantener eternamente el estado en que se encontraba. Lo ansiaba tan profundamente que no se paró a valorar las posibles consecuencias de su decisión.
Érase una vez una chiquilla que vivía tan feliz en su mundo que quiso parar el tiempo y mantener eternamente el estado en que se encontraba. Lo ansiaba tan profundamente que no se paró a valorar las posibles consecuencias de su decisión.
Dicho y hecho. Consultó el vademécum de su experiencia y ayudada por su ego interior se dispuso a elaborar el elixir único del tiempo presente. Buscó en los libros la pócima adecuada y después de mucho indagar encontró la fórmula en el último libro de tapas amarillentas del desván de la casa de sus abuelos: “Caprichos ocultos”.
En la página 13 del capítulo III “Brebajes” se explicaba con todo lujo de detalles los ingredientes necesarios y la forma magistral para que dieran el resultado preciso.
“Medio vaso de melaza de uvas pasas, tres gotas de aceite de acelga, tres alas pulverizadas de libélula hembra y una lágrima de felicidad de la persona que busca la dicha eterna. Mezclado todo en las proporciones descritas se debe exponer el brebaje, esa misma noche, a la luz de la luna para que sus rayos de plata le confieran ese color perlífero y ahuyenten el influjo nocturno de la tristeza hasta el amanecer. Se debe ingerir en ayunas con los primeros rayos del sol.”
Consiguió sin esfuerzo todos los ingredientes necesarios, los mezcló y cuando quiso añadir la lágrima de felicidad le fue imposible llorar. Lo intentó infinitas veces pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. Era tan feliz…
La noche se acercaba y el nerviosismo se apoderó de la chiquilla, se puso triste, muy triste y al final lloró, lloró tanto, pero de tristeza. Y sus lágrimas fueron infelices, estériles, inservibles, incontrolables y duraron toda la noche hasta el amanecer.
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